BIOGRAFÍA

LA LLAMA INMORTAL DE STEPHEN CRANE

PAUL AUSTER

(Seix Barral – Buenos Aires)

Paul Auster escribe de todo lo que le gusta y resulta que de todo lo que le gusta emanan textos maravillosos.

Traductor, cineasta, escritor abismal y apto para el deleite al que se animen viejos compañeros de ruta, recién llegados y llegados en ciernes. Novelista de fuste, desde luego. La Trilogía de Nueva York, El Palacio de la Luna, Leviatán, Tumbuctú, El País de las Últimas cosas y los sabrosos relatos de Creía que mi padre era Dios, una enumeración desordenada, arbitraria y urgente del autor de estas humildes palabras.

Una vasta obra poética y además un libro acaso de menor escaparate en el que cultiva su condición de fino charlista, o conversador, que no es lo mismo pero es igual: Una vida de palabras, fecundo compilado de diálogos con la profesora I.B. Siegumfeldt.

Con la academia de marras Auster discurre sobre su propia obra literaria, pero en La Llama Inmortal de Stephen Crane se explaya al máximo en una biografía de sorprendente generosidad y nobleza. Despojado de todo vedetismo y de todo alarde narcisista, Auster se coloca al costado del derrotero del originario de Newark (1871/1900) y deviene una especie de duende, de compañero de ruta, de amigo fraterno, de amanuense tierno y feroz capaz de reponer una vida breve y fascinante.

Hijo de un matrimonio metodista y de prematuras rebeldías direccionadas, Crane se aventuró en el periodismo, en la literatura y en la militancia social. Abrevó en todas las vertientes de una literatura perentoria, rabiosa, fue corresponsal de guerra, activista, trashumante. De sufrir la desdicha de la falta de pan y del desamparo de dormir donde lo agarrara la noche, de disfrutar de la amistad de Joseph Conrad hasta partir al otro lado de las cosas, devorado por una tuberculosis, a los 28 años en un lecho de Alemania.

Nada de lo que escriba Auster rozará la línea de flotación. Hace años y años que finísima pluma la damos por descontada. Pero sí persiste en ampliar el horizonte en esa suerte de Aleph de géneros en los que cambia de registro con la invisible celeridad con que el mago más diestro disimula la operación central de su truco. Por Crane, con Crane, a través de Crane, hermeneuta de Crane, Auster vuelve a salir a la palestra con un libro de incontables páginas que devoramos con la misma relajada y expeditiva fruición que un niño devora una torta de chocolate.

Stevie*
Por Paul Auster

Nacido el Día de los Difuntos y muerto cinco meses antes de su vigésimo noveno cumpleaños, Stephen Crane vivió cinco meses y cinco días en el siglo xx, deshecho por la tuberculosis antes de haber tenido ocasión de conducir un automóvil o contemplar un aeroplano, ver una película proyectada en pantalla grande o escuchar la radio, un personaje del mundo del caballo y la calesa que se perdió el futuro que aguardaba a sus pares, no solo la creación de aquellas máquinas e inventos milagrosos, sino los horrores de la época también, incluida la aniquilación de decenas de millones de vidas en las dos guerras mundiales. Fueron sus contemporáneos Henri Matisse (veintidós meses más que él), Vladímir Lenin (diecisiete meses mayor), Marcel Proust (cuatro meses más), y escritores norteamericanos tales como W. E. B. Du Bois, Theodore Dreiser, Willa Cather, Gertrude Stein, Sherwood Anderson y Robert Frost, todos los cuales vivieron hasta bien entrado el nuevo siglo. Pero la obra de Crane, que rehuyó las tradiciones de casi todo lo que se había producido antes de él, fue tan radical para su tiempo que ahora se le puede considerar como el primer modernista norteamericano, el principal responsable de cambiar el modo en que vemos el mundo a través de la lente de la palabra escrita.

*Fragmento del primer capítulo de La Llama Inmortal de Stephen Crane.

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WALTER VARGAS